martes, 16 de junio de 2015

Híspalis.


Mestiza de culturas antiquísimas, donde occidente y oriente se hicieron el amor. Seductora sutil, ciudad fluyente, abierta y en apariencia alegre y ruidosa. Mestiza por vocación, y fina y fría por cultura, ajedrez del espíritu y la carne. Llana y celeste Híspalis construida sobre palos por un Dios. Soy muy vieja y muy joven, desconcertante, nunca identificada, quizás, ni siquiera existo, pero no hay otra; me llamo Sevilla.



Culturas y tradiciones de nuestra ciudad.

Por Sevilla han pasado distintas culturas que han contribuido a formar gran variedad de costumbres y tradiciones propias de la tierra, así lo demuestra su historia.
Las costumbres y tradiciones en Sevilla están marcadas por el gran número de visitantes de otros lugares del mundo que pasan sus vacaciones aquí para conocer nuestras fiestas.
Las fiestas son de carácter religioso. A destacar la Semana Santa en la capital y en muchos pueblos de la provincia de Sevilla. Esta se representa por procesiones de la Pasión de Jesucristo durante días. La de Sevilla es muy conocida.
Otras fiestas y procesiones importantes son la Cabalgata de Reyes, Las Cruces de Mayo, Corpus Christi, carreras de caballos.
También se celebran romerías, como el Rocío. En Sevilla se vive intensamente el Rocío, aunque esta romería tenga lugar en Almonte - Huelva.
Las ferias surgieron para que los habitantes del lugar pudieran comprar o vender productos artesanales, agrícolas y ganaderos. Hoy día la gente sólo va a ellas a divertirse, tiene carácter festivo. La Feria de Abril de Sevilla se celebra en primavera.
El cante flamenco tiene un origen muy antiguo y presenta un abanico como, el fandango, soleá, martinete y seguirilla. El baile flamenco se presenta junto al cante flamenco. Se baila por bulerías, sevillanas, alegrías. No sólo se baila en la Feria de Abril, también el Rocío, en los patios de las cruces de Mayo.
El tiempo en Sevilla acentúa los acontecimientos y la vida. Elemento más que perfila y conforma la visión de la ciudad. Se amorra en la de los patios sevillanos, y despierta con la luminosidad de sus calles y plazas. En el silencio de la Catedral y en las noches con olor a azahares, despierta con multitud de leyendas o suaviza las tertulias ante unas copas de vino. El vino es todo un rito en esta ciudad. Acompaña al baile, al cante, a la buena mesa.
Las costumbres en Sevilla son como tradición artesanal, se elaboran productos como lo hacían en épocas más antiguas, son piezas apreciadas por su belleza y calidad. La artesanía del mimbre extendida por toda la comunidad. Alfareros en el Barrio de Santa Cruz y en el Barrio de Triana. El trabajo del cuero (guarnicionería) muy importante en Sevilla. Artesanos textiles que elaboran bordados, encajes, mantillas, abanicos, trajes de flamenca, mantones muy apreciados. La cerámica andaluza, variada y rica, se utilizan aún técnicas árabes. Trabajos en madera, la guitarra y las castañuelas.
Arraigado en nuestra cultura y tradición de gran interés turístico e internacional, es la tauromaquia. Representación más moderna las corridas de toros tanto a pie como a caballo.


Viviendo la Cuaresma desde otro punto de vista.

Así se vive la Cuaresma sevillana bajo las trabajaderas.


Historia, Iglesia de Santa María Magdalena.

Conocida popularmente como la iglesia de la Magdalena, es un templo religioso de culto católico bajo la advocación de Santa María Magdalena, que se encuentra en la ciudad de Sevilla. Fue la antigua iglesia del convento dominico de San Pablo el Real, obra del arquitecto Leonardo de Figueroa, y constituye un magnífico ejemplo de arquitectura barroca sevillana del siglo XVIII. Actualmente es parroquia y sede de la Hermandad Sacramental de la Magdalena, de la Hermandad de Nuestra Señora del Amparo, de la Hermandad de La Quinta Angustia (Jueves Santo) y la Hermandad del Calvario (Madrugada).


El origen de la parroquia de Santa María Magdalena se remonta a la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo, rey de Castilla, en el año 1248, momento en que se dividió la ciudad en 24 collaciones o parroquias. Esta primitiva iglesia fue destruida en 1811 durante la invasión de España por las tropas napoleónicas, conociéndose muy poco de sus características, tan solo algunas referencias escritas. Posteriormente se decide el traslado de la parroquia a la iglesia del convento de los dominicos situada muy próxima a la anterior. A mediados del siglo XIX se constituye definitivamente en parroquia, tras el abandono por los dominicos del convento anexo como consecuencia de las leyes de desamortización. Esta iglesia fue construida por el arquitecto Leonardo de Figueroa entre los años 1691 y 1709 sobre los restos de otra más antigua de origen medieval. En su exterior, el templo posee tres puertas, en una de ellas que comunica con el crucero, se encuentra una escultura de Santo Domingo de Guzmán atribuida a Pedro Roldán. La segunda que es la que se utiliza normalmente para acceder a la iglesia, está flanqueada por pilastras sobre las que se levanta un arco de medio punto rematado por esculturas. Es la primitiva puerta mudéjar del templo que fue remodelada en el siglo XVII. La portada de los pies que da a la calle Cristo del Calvario, es la más interesante desde el punto de vista artístico, si bien se utiliza en contadas ocasiones para el acceso a la iglesia. Está rematada por una magnífica espadaña realizada en 1697 y restaurada en el siglo XX. Bajo la misma se encuentra un gran óculo rodeado por pequeñas esferas de color azul que simbolizan los misterios del rosario. A ambos lados sendos relojes de sol. Sobre la portada se sitúa una escultura de Santo Tomás de Aquino. En su interior, consta de tres naves longitudinales, una transversal, cinco capillas, y el presbiterio. En la nave central, destaca la cúpula octogonal que se remata con una linterna y está decorada en la parte exterior con figuras escultóricas que representan indígenas americanos que simbolizan el importante significado que tuvo la Casa Madre dominica para los territorios americanos de la corona española. Todo el conjunto está rematado por una corona real de hierro forjado. A ambos lados del presbiterio, se pueden contemplar sendas portadas de mármol rojo, decoradas con columnas salomónicas y las representaciones escultóricas de la Esperanza y la Caridad. Situada a la izquierda del vestíbulo del templo, está formada por la unión de tres antiguas capillas, la de los Medina, la de Rosales y la de los Gómez de Espinosa, las cuales se unieron, cerrándose su comunicación con la nave principal para adquirir el aspecto que ofrece en la actualidad. Destaca este espacio por sus tres interesantes bóvedas ochavadas decoradas con lacerías que datan de alrededor de 1400. Constituye por lo tanto un reducto del primitivo templo mudéjar.

Hermanos Villanueva.

Capataces de Sevilla, hermanos Villanueva.


domingo, 14 de junio de 2015

Historia, Plaza de España.

La Plaza de España de Sevilla constituye un conjunto arquitectónico encuadrado en el Parque de María Luisa, configura uno de los espacios más espectaculares de la arquitectura regionalista. Se construyó como edificio principal de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 y en sus bancos aparecen representadas todas las provincias de España en paños de azulejos, así como los bustos de españoles ilustres en sus muros.


La Plaza de España constituyó el proyecto más emblemático de la Exposición Iberoamericana del año 1929. Fue proyectada por el arquitecto sevillano Aníbal González, que también era arquitecto director del evento expositivo, fue ayudado por un buen conjunto de colaboradores, entre los que se encontraban el ingeniero José Luis de Casso y el arquitecto Aurelio Gómez Millán. Las obras de construcción comenzaron en el año 1914, siendo la primera piedra colocada por Alfonso XIII, y resultando el proyecto más ambicioso y costoso de la Exposición, llegando a trabajar en su construcción mil hombres al mismo tiempo, puede resultar asombroso, cómo una ciudad en situación económica difícil en esos años, se embarcó en un proyecto de semejante magnitud. Algunos aspectos del proyecto suscitaron algunos rechazos, la Academia de Bellas Artes se opuso a la altura prevista de las dos torres que podían rivalizar con la Giralda y el arquitecto francés Jean-Claude Nicolas Forestier, diseñador del Parque de María Luisa, rechazaba la construcción de la ría que rodea la plaza, para una ciudad con gran escasez de agua como Sevilla. En 1926, tras la dimisión de Aníbal González de su cargo de director de la Exposición debido a continuos recortes en el presupuesto, asume la finalización del proyecto el arquitecto Pedro Sánchez Nuñez. Por su parte, es el arquitecto Vicente Traver quien termina los cerramientos del recinto y añade la fuente del centro de la Plaza. La construcción de la plaza fue auditada por el propio Rey Alfonso XIII, que se hizo a sí mismo responsable de vigiliar la adecuada marcha de buena parte de proyectos de la Exposición. En 1928, el mismo Alfonso XIII despachó varios asuntos en la Plaza relativos a la construcción de pabellones y, al contemplar el conjunto de la Plaza de España, afirmó: "Señores, yo sabía que esto era bonito, pero no tanto".


La plaza es de grandes dimensiones (200 metros de diámetro), tiene una forma semielíptica, que simboliza el abrazo de España y sus antiguas colonias y mira hacia el río Guadalquivir como camino a seguir hacia América. Su superficie total es de 50 000 m² cuadrados aproximadamente, de los que 19 000 están edificados y los 31 000 restantes son espacio libre, está bordeada por un canal que recorre 515 m y es atravesado por cuatro puentes. Los edificios que envuelven la plaza se estructuran en un edificio central, alas con edificaciones intermedias que compensan una excesiva longitud y torres en los extremos. Esta planta responde de forma muy cercana al esquema formal del tipo de villa palladiana con alas curvas, como la Villa Badoer de Fratta Polesine o Villa Trissino en Meledo, mostradas por el arquitecto italiano Andrea Palladio en sus Cuatro libros de la arquitectura, que Aníbal González conocía. La construcción está realizada con ladrillo visto y amplia decoración de cerámica, artesonados, hierro forjado y repujado y mármol labrado, que dan al conjunto un ambiente renacentista, según los escritos de Aníbal González su inspiración para diseñar la plaza había sido el Renacimiento español, modernizándolo. Las dos torres que flanquean la plaza que proporcionan un ambiente de estilo barroco miden 74 metros de altura, y crearon disgusto entre los académicos por rivalizar en altura con la Giralda. La fuente central, obra de Vicente Traver, ha sido muy cuestionada porque rompe la rotundidad de vacío de la plaza. El canal que contiene es cruzado por 4 puentes que representan los 4 antiguos reinos de España (León, Castilla, Aragón y Navarra). En las paredes de la plaza se encuentra una serie de 48 bancos que representan a cuarenta y seis provincias españolas peninsulares -todas excepto Sevilla- y los dos archipiélagos -Canarias y Baleares-, con su escudo, mapa y un paño de azulejo pisano con hechos históricos destacados de la provincia o archipiélago representado, colocados en orden alfabético. Estos bancos se encuentran en cuatro tramos, y al principio y final de cada uno de ellos, se encuentra un paño de azulejo pisano relativo a la provincia de Sevilla. Otros detalles a destacar de la obra son sus múltiples relieves realizados todos por el escultor Pedro Navia, pudiéndose contemplar: Seis ventanas renacentistas. El escudo de Sevilla adornando la puerta de Navarra y Aragón. Las 24 águilas imperiales con el escudo de su majestad Carlos I. Los 48 medallones con el busto de españoles ilustres sobre cada arco que comprende cada provincia. Los cuatro heraldos de tres metros de altura, representando a los antiguos reinos, flanquean las dos torres que encuadran el palacio situado en el paseo superior del recinto. En los últimos años, la plaza de España ha sufrido un importante proceso de restauración que finalizó el pasado 17 de octubre de 2010 con una serie de actos conmemorativos para su reinauguración. Con estas actuaciones se pretendió recobrar la imagen con la que fue concebida por su autor, Aníbal González para la Exposición Iberoamericana de 1929, incluyendo la recuperación de veinte farolas de cerámica y de fundición que, imitando a las que entonces formaron parte de la plaza y que luego desaparecieron, jalonan de nuevo sus balaustradas. Así mismo, se recuperó la ría con su llenado e instalaron sobre ella sus tradicionales barcas de alquiler. Meses después de la restauración fue colocado un monumento al arquitecto Aníbal González frente a la plaza.

El toro bravo.

Mamífero rumiante, la cabeza gruesa armada de dos cuernos, y la piel dura con pelo corto y cola larga, es fiero cuando se le irrita, así se define a uno de los animales característicos del paisaje andaluz.
A continuación, un reportaje sobre el toro bravo.

Enseres perdidos en nuestras cofradías.

Aspecto del paso de Nuestro Padre Jesús de la Sentencia con las antiguas imágenes secundarias, hoy día en Jerez de la Frontera.


Antiguo manto de la Virgen del Refugio, hoy día en Jaén.


Antiguo paso de Nuestra Señora de la Soledad, que utilizó la cofradía entre los años 1.875 y 1.950, hoy día en Aznalcázar.


El antiguo paso de palio de la hermandad de Montesión estrenado en 1913, hoy día en Constantina.


El paso procesional estrenado en 1846, para Nuestro Padre Jesús Nazareno, de la hermandad de la O, hoy día en Carmona.



Nuestra Señora del Valle. Hermandad del Valle.

La Virgen del Valle de Sevilla, es una imagen procesional perteneciente a la Hermandad de El Valle de esta misma ciudad.


Esta obra está atribuida a Juan Martínez Montañés, aunque algunos otros autores también se la atribuyen a Juan de Mesa. A falta de documentación, se pueden estimar las consideraciones del Profesor Hernández Díaz, que centra su realización en torno al año 1.625. Ya que presenta grandes analogías con la imagen de la Virgen de las Angustias del convento de San Pablo de Córdoba, respondiendo ambas imágenes a un mismo modelo estético y artístico. Esta obra se trata de una imagen de candelero para vestir, de 1,68 metros de altura, la cuál presenta talladas la cabeza y las manos. Está realizada en madera de Cedro, tiene sus pupilas entreabiertas y la encarnación tostada. Su talla responde a la estética del “Manierismo”. Mostrando una expresión dolorida de un dramatismo discreto. Esta imagen ha sufrido varias restauraciones, en 1.909, Gonzalo y Joaquín Bilbao se encargaron de su restauración, con realización de nuevas manos a cargo de José Ordóñez. Posteriormente, en 1.980, José Rivera García procedió a una nueva restauración, el mismo año en el que se realizó un nuevo candelero a manos de Roberto Jiménez. Se venera en el crucero izquierdo de la Iglesia de la Anunciación, en un retablo moderno de tres calles donde también se ubican a su lado el Cristo de la Coronación de Espinas y Nuestro Padre Jesús con la Cruz al hombro, ambos de la misma hermandad, que hacen estación de penitencia en la tarde de Jueves Santo de Sevilla.


Historia, Torre del oro.

La Torre del oro de Sevilla, es una torre albarrana situada en el margen izquierdo del río Guadalquivir, en la ciudad de Sevilla, junto a la plaza de toros de la Real Maestranza. Su altura es de 36 metros. Posiblemente su nombre en árabe era Bury al-dahab, Borg al Azahar, o Borg-al-Azajal por su brillo dorado que se reflejaba sobre el río. Durante las obras de restauración de 2005, se demostró que este brillo, que hasta entonces se atribuía a un revestimiento de azulejos, era debido a una mezcla de mortero de cal y paja prensada. Esta torre está formada por tres cuerpos, el primer cuerpo, dodecagonal, fue construido entre 1220 y 1221 por orden del gobernador almohade de Sevilla, Abù l-Ulà. El segundo cuerpo, también dodecagonal, fue mandado construir por Pedro I el cruel en el siglo XIV. El cuerpo superior, cilíndrico y rematado en cúpula, fue construido en 1760, por el ingeniero militar Sebastián Van der Borcht. Fue declarada monumento histórico-artístico en el año 1931 y ha sido restaurada varias veces. En la Edad Contemporánea fue restaurada en 1900, entre 1991 y 1992, en 1995 y en 2005. En su conservación ha sido importante la labor de la Armada. La torre está en buen estado de conservación y acoge el Museo Naval de Sevilla.


Fue construida entre 1220 y 1221 por orden del gobernador almohade de Sevilla, Abù l-Ulà, con una base dodecagonal. Cerraba el paso al Arenal mediante un tramo de muralla que la unía con la Torre de la Plata, que formaba parte de las murallas de Sevilla que defendían el Alcázar. Tras ser conquistada, se utilizó como capilla dedicada a San Isidoro de Sevilla. Más tarde se utilizó como prisión. Es completamente falsa la leyenda que presenta la torre como almacén del oro y la plata venidos de América. Se llamó Torre del Oro desde la época almohade, el propio Alfonso X cuando narra la conquista de Sevilla ya la nombra como Torre del Oro, claramente por el brillo producto del mortero de cal y paja que presentaba. A pesar de ello, existen varias teorías sobre el nombre del edificio, todas leyendas sin ninguna prueba consistente y por tanto falsas. Muestra de estas leyendas falsas son, por un lado, en el siglo XVI, un cronista llamado Luis de Peraza dice que la torre se encontraba cubierta de azulejos que brillaban con la luz del sol. El mismo cronista añade que el rey Pedro I guardó en la torre tesoros de oro y plata. López de Ayala también habla de que en dicha torre Pedro I guardaba tesoros en monedas de oro y plata. Dada la proximidad de la torre al Muelle de la Aduana durante la conquista de América es habitual decir que se llamaba así porque en ella se almacenaba el oro de América. El oro, claro está, era procesado en la Casa de la Moneda, a varios metros de allí. Lo que también se sabe es que Pedro I guardó en la torre no solamente monedas, sino que tuvo en ella a la hermana de María Coronel, la señora Aldonza Coronel, de la que se enamoró y que sacó en 1357 del Convento de Santa Clara. Ella había solicitado a Pedro I perdón para su esposo, Alvar Pérez de Guzmán, que se encontraba en Aragón, y, aunque al principio no parecía querer, aceptó salir del cenobio y, al estar en el Alcázar Real María Padilla, situó a Aldonza en la torre con unos guardias para que la vigilasen.


En el siglo XVI presentaba un estado ruinoso, por lo que se realizó una obra de consolidación. La torre fue dañada gravemente por el terremoto de Lisboa de 1755, tras lo cual el Marqués de Monte Real propuso su demolición para ensanchar el paseo de coches de caballos y hacer más recto el acceso al puente de Triana; sin embargo, ese proyecto no llegó a realizarse por la oposición del pueblo de Sevilla, que llegaron a anunciárselo al rey, quien intervino. En 1760 se arreglaron los desperfectos macizando la planta inferior de la torre, reforzándola con escombros y mortero, y dejando la puerta del paso de ronda de la muralla como puerta de acceso principal. Ese mismo año se construyó el cuerpo cilíndrico superior, obra del ingeniero militar Sebastián Van der Borcht, artífice también de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. Estas obras cambiaron el aspecto de la torre respecto al que puede observarse en grabados de los siglos XVI o XVII. La Revolución de 1868 fue otro momento crítico para la torre, pues los revolucionarios demolieron los lienzos de las murallas y los pusieron en venta, pero la oposición de los hispalenses logró que la torre no se destruyera. Fue restaurada en 1900 por el ingeniero Carlos Halcón. El 10 de abril de 1923 la torre fue visitada por Alfonso XIII. El 21 de marzo de 1936 se dispuso la instalación en la torre el Museo Marítimo por orden del Ministerio de Marina. En septiembre de 1942 comenzaron las obras de restauración, durante las cuales se mejoraron el aspecto de la fachada y se habilitaron dos plantas para la exhibición del museo y la tercera para alojar investigadores. El 13 de agosto de 1992, en el contexto de la Exposición Universal de Sevilla, se hermanó la Torre del Oro con la Torre de Belem de Lisboa. El museo se inauguró el 24 de julio de 1944, para lo cual se llevaron 400 piezas del Museo Naval de Madrid. El museo muestra en la actualidad (2008) diversos instrumentos antiguos de navegación y maquetas, además de documentos históricos, grabados y cartas náuticas; y relaciona de Sevilla con el río Guadalquivir y el mar. En 2005 fue nuevamente restaurada.



Leyendas, Maese Pérez el organista.

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento. Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio. Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche. Al salir de la misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla: -¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal? -¡Toma! -me contestó la vieja-. En que éste no es el suyo. -¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él? -Se cayó a pedazos, de puro viejo, hace una porción de años. -¿Y el alma del organista? -No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le substituye. Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

- I -

-¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora, que después de dejar la suya se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa obscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo. »¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho? »A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ése es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda. »Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe, y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco. »Mirad, mirad ese grupo de señores graves: ésos son los caballeros veinticuatro. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pedro Botero... ¡Ay vecina! Malo..., malo... Presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues, por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster. Mirad, Mirad: las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia... ¿No os lo dije? »Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... Los grupos se disuelven... Los ministriles, a quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... ¡Y luego dicen que hay justicia! Para los pobres... »Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la obscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes... ¡Vecina! ¡vecina! Aquí..., antes que cierren las puertas. Pero, ¡calle! ¿Qué es eso? ¿Aún no ha comenzado cuando lo dejan? ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo... »La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga la candelilla que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle obscura... Es decir, ¡ellos..., ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad que si se buscaran..., y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre. »Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia antes que se ponga de bote en bote..., que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades puedo decir que le han hecho a maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues, nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo que suena que es una maravilla... Como que le conoce de tal modo que a tientas..., porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver responde: «Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas». «¿Esperanzas de ver?» «Sí, y muy pronto -añade, sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...» »¡Pobrecito! Y sí lo verá..., porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de la capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego el muchacho mostró tales disposiciones, que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre; pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma, al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo..., las voces de su órgano son voces de ángeles... »En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... Y cuando alzan..., cuando alzan, no se siente una mosca...; de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la misa, vamos adentro... »Para todo el mundo es esta noche Nochebuena, pero para nadie mejor que para nosotros». Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

- II -

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo. Era la hora de que comenzase la misa. Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia. -Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la misa. Ésta fue la respuesta del familiar. La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud. En aquel momento un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado. -Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo ni a su muerte dejará de usarse ese instrumento por falta de inteligente... El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso. -¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!... A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta todo el mundo volvió la cara. Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros. Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho. -No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia. Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna y comenzó la misa. En aquel momento sonaban las doce en el reloj de la catedral. Pasó el introito, y el Evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y después de haberla consagrado comienza a elevarla. Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano. Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos. A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía. Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios llegaba al mundo. Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, al confundirse, formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos como un jirón de niebla sobre las olas del mar. Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces. De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador. La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento. El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia. El órgano proseguía sonando, pero sus voces se apagaban gradualmente como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse cuando de pronto sonó un grito de mujer. El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo. La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles. -¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros. Y nadie sabía responder y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia. -¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay? -Que maese Pérez acaba de morir. En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

- III -

-Buenas noches, mi señora doña Baltasara: ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece, pues en Dios y en mi ánima que si el señor arzobispo tomara mano en ello es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... Ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir... Sólo que yo, así..., al vuelo..., una palabra de acá, otra de acullá..., sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el mundo...; y digo, no es cosa la gente que acude...; cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes! Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no haya más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa... Vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días. Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos. Ya se había dado principio a la ceremonia. El templo estaba tan brillante como el año anterior. El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula. Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir. -Es un truhán, que, por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos. -Es un ignorantón, que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros. Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero y aquél apercibía sus sonajas y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez. Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano. Una estruendoso algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde. Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto. El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora. Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo, que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos..., todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca... Cuando el organista bajó de la tribuna la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba. -Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia-: vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Nochebuena en la misa de la catedral? -El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano. -¿Y por qué? -interrumpió el prelado. -Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro-, porque es viejo y malo y no puede expresar todo lo que se quiere. El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas. -¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna después de haber suspendido el auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... No que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras..., yo sospecho que aquí hay busilis... Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían. Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

- IV -

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaron en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo. -Ya lo veis -decía la superiora-: vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis? -Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido. -¡Miedo! ¿De qué? -No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas..., muchas...; estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo. La iglesia estaba desierta y obscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano mientras tocaba con la otra a sus registros... y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo. Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora y el hombre aquél proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración. El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes, fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquél había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre! -¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Ave María al Arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles. Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción. La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa. Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez... La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna. -¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna. Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando..., sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo. -¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo?... ¡Aquí hay busilis...! Oídlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... ¿Y para qué? Para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé, en la catedral, no fue otra cosa... Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... Aquí hay busilis; y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.

Fundación de la Hermandad de la Sagrada Mortaja.

Los orígenes de esta Hermandad son todavía algo confusos, aunque investigaciones recientes hablan de la existencia de un hospital llamado de la Piedad situado a comienzos del 'XVI' en la collación de San Lorenzo y propiedad del gremio de corredores de bestias. Paralela a esta teoría, desde tiempos antiguos pervive la leyenda o tradición de un hallazgo milagroso en un hueco de la torre de la Iglesia de Santa Marina de una pequeña imagen de barro cocido de la Santísima Virgen, con el cuerpo de su Divino hijo en sus brazos, que dio origen a la adoración de la Piedad entre los moradores de aquel lugar, haciendo que estos devotos se agruparan en hermandad de Luz (De la cual se conocen datos de 1.518 merced a escritos como los del Abad Gordillo), para rendirle el culto adecuado y propagar su devoción.


En 1.676, adquiere de la fábrica de Santa Marina, la propiedad de la Capilla y demás dependencias que ocupaba la Hermandad, otorgándose la oportuna escritura el 23 de septiembre del citado año de 1.676. Hacia 1.685 adquiere una época de gran esplendor con el ingreso de los escribanos y alguaciles, más tarde vuelve a decaer y nuevamente se repone con la entrada en la Hermandad de los componentes del gremio del arte de torcedores de la seda, que la enriquecieron con alhajas y propiedades desaparecidas posteriormente. Por acuerdo el 25 de Marzo de 1.792, se redactan nuevas reglas, ya que las anteriores había sido retiradas 5 años antes en cumplimiento de una Real Orden del Rey Carlos III, con el riesgo de que no procurando su aprobación por el Real Consejo de Castilla, estaba expuesta la Hermandad a su extinción, con la consiguiente recogida de enseres, alhajas, propiedades, etc. El día 10 de enero de 1793, son aprobadas por dicho Consejo de Castilla, con la prevención de que en lo sucesivo se cambie el título de: "Sagrada Mortaja de Nuestro Redentor Jesucristo", con el que se conocía por el de: "Nuestro Padre Jesús Descendido de la Cruz y Nuestra Señora de la Piedad". Consta de diez capítulos o constituciones, y en ellas, además de los actos de culto contenidos en las anteriores, se establece el orden con que ha de efectuar la estación de penitencia en la tarde del Viernes Santo y que se mantiene en nuestros días con sólo ligeras modificaciones, consiguiéndose con ello imprimir a la estación penitencial ese carácter tan peculiar y severo que a todos sobrecoge y edifica.


La Reina de Portugal Doña María Amelia de Orleáns y su hijo el heredero del trono Don Luís Felipe Braganza y Orleáns, son propuestos para el cargo de Hermanos Mayores Honorarios en Cabildo el día 30 de Marzo de 1.907, aceptando dichos cargos el 9 de Abril del citado año, celebrándose con ese motivo una Solemne función religiosa en acción de gracias. Hasta 1.936 permanece establecida en la Iglesia de Santa Marina, trasladándose a partir de los luctuosos sucesos de julio a la iglesia (Cerrada al culto hasta entonces), del ya extinguido Convento de Santa María de la Paz, en virtud de Decreto de S. E. Rvdma. el Cardenal don Eustaquio Illundain y Esteban de fecha 10 de noviembre de 1.936. A tal fin se realizan obras de adaptación y acondicionamiento de la Iglesia y dependencias, teniendo así que construir una nueva puerta de acceso al compás, ya que la existente era de escasas dimensiones. En el año 1.950 se realizaron obras de pavimentación revoque y pintura, consolidación de muros y decoración de toda la Iglesia y Sacristía, lo que valió que S. E. Rvda. el Sr. Cardenal Don Pedro Segura y Sáenz le concediera el usufructo de la mencionada iglesia por Decreto de 10 de enero de 1.951. Por Decreto del Ilmo. Sr. Vicario General del Arzobispado, de fecha 4 de noviembre de 1.966, se accede a la permuta solicitada por la Hermandad de la capilla y dependencias que la misma tiene en propiedad en la Iglesia de Santa Marina, por la posesión en propiedad de la Iglesia y dependencias del ex-convento de Santa María de la Paz, otorgándose la correspondiente escritura por S. E. Rvda. el Sr. Cardenal don José Maria Bueno Monreal el día 14 de diciembre de 1.967. Por último, durante los años 2.000 y 2.001 se efectuaron obras de restauración de la airosa espadaña y de los antiguos Coros Alto y Bajo, destinándose el primero como Salón-Biblioteca y el segundo como sala de exposición de enseres y del Paso procesional. Hoy día esta corporación intenta mantener la espiritualidad y esplendor heredado de sus mayores, debido a la entrega y solicitud de sus hermanos. Buena prueba de ello es la existencia de diversos grupos de Formación: Catequesis de Confirmación, Grupos de estudio del Evangelio, Grupo Joven e Infantil, y la participación como Hermandad fundadora del Economato Social del Casco Antiguo, destinado a personas desfavorecidas y en la Fundación Hermandades del Viernes Santo para la asistencia domiciliaria a la tercera edad, así como en el Programa de Acogida de Niños Bielorrusos en unión de otras hermandades.

Santísimo Cristo de la Caridad. Hermandad de Santa Marta.

Realizado por Luis Ortega Bru. El 1 de Julio de 1.951 se realiza el encargo del misterio del Traslado al Sepulcro su realización data entre 1.951-1.952. La imagen se bendijo el 28 de Marzo de 1.953 en la Parroquia de San Andrés, por el Cardenal Arzobispo D. Pedro Segura y Sáenz. Su primera salida procesional se realiza el Lunes Santo del 30 de Marzo de 1.953. El Santísimo Cristo de la Caridad es una magnífica efigie del Redentor Yacente, realizada a partir de un modelo de barro en tamaño natural, cuyo busto se conserva en la Hermandad. La imagen, exenta, está totalmente tallada en madera de Ciprés y policromada con un gran realismo y unción religiosa, presentando una admirable cabeza, sin corona de espinas, con una amplia cabellera de raíz clásica que enmarca al sobrecogedor rostro del señor en el que se atisban los rasgos de la muerte trágica y cercana.


El cuerpo presenta un notable movimiento, flexionándose en ángulo tanto por la cintura como por las rodillas para ser llevado sobre una sábana por los Santos Varones hacia el Sepulcro, formando un dinámico grupo en diagonal, de izquierda a derecha, de grandioso movimiento barroco. Es para destacar, junto a su admirable anatomía, el magistral brazo derecho desprendido y el breve sudario de talla que deja al descubierto toda la cadera derecha, así como la espléndida policromía que le dotó su autor en la restauración de 1.977, y un extraordinario realismo en la pintura de la sangre que brota del costado, rodillas y llagas del Señor. A los 25 años de su ejecución, su autor, Luis Ortega Bru llevó a cabo una intensa restauración de la imagen del Santísimo Cristo de la Caridad entre el 17 de Julio y el 21 de Noviembre de 1.977, en la que intervino sobre el ennegrecimiento que presentaba, resanando y consolidando la imagen, y aplicándole una nueva encarnadura, más elaborada que la original, esta vez con tonos más claros y con abundancia de veladuras y pátinas, que le otorgó el aspecto con que las contemplamos en la actualidad. Además le talló las Llagas del costado y de las manos, que anteriormente sólo tenía pintadas, precisamente con la propia sangre de su autor, según confesión personal. En el Verano del año 2.000, el taller "Serbal", le realizó una pequeña restauración, consistente en la limpieza de la policromía de los pies y mano derecha, así como en la sustitución del sistema de fijación del Señor al paso procesional por una pieza de acero inoxidable embutida en el dorso de la imagen. Entre el 7 de Junio y el 28 de Julio del año 2.006, fué intervenida nuevamente la imagen por Pedro Enrique Manzano Beltrán, tras un amplio estudio radiológico. Se trató de una restauración integral y a fondo, en la que, sin entrar en problemas estructurales que presenta la talla, fueron tratadas numerosas fisuras y desensambles de las piezas de madera que conforman la imagen, así como de abundantes desprendimientos de policromía en diversos lugares de la anatomía de la talla.

Antiguos faroles de la Hermandad del Cristo de Burgos, hoy día en Zalamea la Real.

En el año 1.939, la Hermandad del Cristo de Burgos estrenaba un nuevo paso para su titular, ejecutado por el tallista José Merino Román, en estilo renacimiento, de líneas rectas y con sus maderas teñidas de oscuro, que ha llegado hasta nuestros días.


Destacaban de entre el conjunto, completando la obra, los adornos de figuras situadas entre su trazado, así como los cuatro faroles situados en sus esquinas haciendo juego con el magnífico paso que todavía conserva. Dichos faroles, fueron sustituidos en el año 1.944 con el estreno de unos hachones, tal y como lo conocemos actualmente, pasando dichos faroles ese mismo año a la Hermandad de la Hiniesta, para alumbrar el paso del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, que los lució hasta 1.952, año en que fueron nuevamente vendidos, manteniéndose en la Hermandad de la Vera-Cruz de la localidad Onubense de Zalamea la Real, para procesionar junto al Cristo de la Sangre en la madrugada del Viernes Santo Zalameño.

jueves, 11 de junio de 2015

Historia, el Rinconcillo.

“El Rinconcillo” es propiedad de la familia de Rueda desde Octubre de 1.858, según nos consta en escritura de compraventa de la casa sita en la calle Gerona nº 40; aunque hay que reseñar que, anteriormente a esta fecha, D. Joaquín de Rueda Bustamante fue inquilino del establecimiento durante varios años. Según se desprende de dicha escritura pública la casa era una taberna que existía como tal desde mucho tiempo atrás. Y así reza descrita: “taberna con dos puertas a la calle, y una tercera puerta, obstruida por un mostrador…”. Dicha casa fue adjudicada a la nación por Real Decreto tras las leyes de la Desamortización de Mendizábal, ya que la casa donde radicaba la taberna pertenecía en su día a la Orden de San Clemente. Tras posteriores ventas llegó, por fin, a propiedad de la familia de Rueda en 1.858 como se ha señalado anteriormente. De Joaquín de Rueda, pasa a propiedad de su hijo, D. Agustín de Rueda y Villegas. Este compra a su vez la casa de la calle Alhóndiga 2 en el año 1.897, y levanta de nueva planta el edificio de esquina, uniendo así las dos casas: Gerona y Alhóndiga. Queda así “El Rinconcillo” con el trazado actual; de manera que, la antigua casa se respeta como taberna, y la parte nueva se utiliza como una tienda de ultramarinos. Esto es así hasta los años 60, época en que comienzan a desaparecer los ultramarinos, quedando todo como la taberna hoy se conoce.


Al fallecimiento de D. Agustín de Rueda y Villegas, le suceden sus hijos en la explotación de “El Rinconcillo” y de otros negocios de la familia. Es en ese momento cuando se hace un reparto de los negocios familiares. Recordemos que la familia de Rueda, como otros muchos montañeses que vinieron a establecerse en la ciudad de Sevilla, se dedicaron a la actividad hostelera principalmente. Así esta familia, procedente de Corvera de Toranzo (provincia de Santander) regentaron otros establecimientos, además de “El Rinconcillo”, como fueron: “La Reforma” en la calle General Polavieja, “El Petit Café” en la Plaza del Duque, que posteriormente pasó a llamarse “Café Rueda”, hoy conocido como “Victoria”, “El Quiosco de la Puerta de Jerez”, desaparecido por la reforma en este sector con motivo de la Exposición de 1.929. Existiendo otra rama de la misma familia que regentaron establecimientos tan emblemáticos como: la confitería “La Española” o el ultramarinos “El Istmo” en la calle Córdoba. Al termino del reparto de los diferentes negocios familiares es, D. Agustín de Rueda Gutiérrez, el que se hace cargo de “El Rinconcillo” hasta su fallecimiento en 1.956. Tras su muerte pasa a manos de sus hijos, llevando Carlos de Rueda Ordóñez la dirección del mismo hasta 1.996, fecha en que se hacen cargo del negocio una nueva generación, hijos del anteriormente citado Carlos de Rueda, Carlos y Javier.



Fuente de información: Página web oficial de "El Rinconcillo".